Diego Armando Maradona, una reflexión…

“Podrán decir que estoy bien, que estoy mejor o mejor que antes, pero nadie está dentro mío. Yo sé las culpas que tengo… y no las puedo remediar.”

Maradona by Kusturica.
Mural de Maradona en San Telmo – Buenos Aires Capital. Imagen: Christiaan Slappendel.

Diego Armando Maradona llegó a mi vida con México ’86, igual que para muchos de mi generación, supongo. Tenía 9 años y ya me gustaba el fútbol desde España ’82 (sí, lo sé, no existían niñas como yo en ese tiempo), pero en ese mundial, con él, enloquecí. México ’86 fue Maradona y si yo quería a muerte que Argentina saliera campeón era porque en realidad quería era que ÉL fuera campeón. Maradona se convirtió en mi ídolo y, por eso, esa niña que fui tiene pena.

También porque luego de la idolatría vino una inmensa e irreparable decepción. Nunca más pude ver a Maradona igual. Además, aquella era una época, a finales de los ’80, principios de los ’90, en la que las adicciones se condenaban y enjuiciaban socialmente de forma muy cruel, porque no existía conciencia de ellas como una enfermedad, sino como una falta, una debilidad a gusto. En ese contexto social y cultural -además junto al machismo rampante e invisibilizado – nacimos y crecimos muchos. Por cierto, Diego Maradona también.

Sólo siendo adulta, en mi propio proceso de maduración, además de la apertura social en la mirada hacia quien sufre adicciones, pude comprender a este ser humano que sólo quería ser feliz jugando a la pelota y amado por su arte con ella, sin el acoso permanente de los hinchas y la prensa, sin la adulación, sin el aprovechamiento de tantos, sin las malas compañías e influencias, sin la falta de conciencia que también lo arrastró a esas elecciones con las que creó su propio Hades. Por lo mismo, puedo comprender su descontrol, sin por eso justificar ni voltear la mirada frente todo lo no ejemplar que hizo, como golpear a su pareja, dispararle a periodistas -aún entendiendo su cabreo-, ser acusado de involucrarse con menores, tener hijos fuera del matrimonio y no reconocerlos hasta mucho después o apoyar públicamente a y ser amigo personal de dictadores como Castro, Chávez o Maduro. Diego se sentía todopoderoso con el balón en los pies y dentro de la cancha, porque lo era. Pero una vez que terminaba el partido, nadie le avisaba que su divinidad terminaba al salir del estadio y, al contrario, se la exacerbaban. ¿Cómo sabes dónde están los límites entre vicio y virtud si todo el mundo te dice que sí y te trata, literalmente, como Dios? ¿Acaso Dios se equivoca? Su talento inigualado fue su cielo y su infierno, en eterno conflicto, y así pagó el precio más alto, con su alma y con su cuerpo. El combo completo.

En los últimos años, me daba la impresión de que su temperamento estaba más domado por la edad y que de alguna manera trataba de crear en su corazón la redención que sus culpas le reclamaban. Veía algún posteo suyo con Diego Jr., Jana o Dieguito Fernando y mi corazón se llenaba de dulzura y compasión, sabiendo que la compasión es tratar de comprender lo que el otro puede sentir si uno se pone su sus zapatos. O sus botines, en este caso.

Pero luego volvían las denuncias en su contra, los conflictos legales -que fueron constantes toda su vida-, las eternas peleas familiares, o sus posts en Instagram a favor de Maduro, entonces sentía que mi cariño remendado se hundía otra vez en la decepción. Si me hubiera dado lo mismo, habría sido más fácil, pero aquellas dos emociones coexistían dentro mío y probablemente me enojaba porque en el fondo quería volver a adorarlo, como cuando era niña, sin conciencia de sus miserias y debilidades, aquellas que le causaron tanto daño a él mismo, antes que a nadie.

Conflicto. Quizás eso sea lo que más defina a Maradona, porque su vida entera fue un conflicto, dentro y fuera suyo. Que su mejor amigo y compañero inseparable en sus últimos años haya sido su abogado, dice mucho de aquello. Ningún ser humano es unidimensional. Todos somos seres muy complejos y probablemente Diego Maradona sea el “niño-poster” de esa complejidad que a los jueces de redes sociales les gusta tanto ignorar porque no soportan mirarse al espejo.

Maradona fue Dios y humano, amado y odiado. Terrible y maravilloso. Honesto, con dulzura y brutalidad. Humilde y ostentador. Fue de villa y de penthouse, de gloria y derrota, del pueblo y del Olimpo… pero en lo que no hay conflicto es en el hecho de que alguien puede ser muchas cosas a la vez y que una no anula a la otra, aunque se contradigan. Diego fue todo aquello, mezclado explosivamente con defectos y virtudes, que además debía cargar en público, bajo la insoportable presión de la mirada del mundo entero, rodeado de gente que lo trataba como si él fuera su pertenencia. Nunca nadie lo dejó en paz, incluso si sólo querían mostrarle amor.

Diego Armando Maradona sólo fue un hombre a quién la máquina del fútbol le exigió ser algo sobrehumano, sin que él lo hubiera pedido y jamás le dieron la oportunidad de negociar. Qué difícil ser él, si no hay nada que te prepare para manejar semejante carga. Creo que nunca nadie ha sido o será tan feliz con una pelota en los pies, en una cancha de fútbol. Y, al final, eso era todo lo que él quería.

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